Yo te he amado, hermano, amigo, cuando los relojes se
clavaban en el pecho. Cuando llorabas la mudez del teléfono y te aturdías de
música y de noches.
Me has amado, amigo, hermano, cuando esperábamos la luz de
los domingos, cuando aguardábamos cartas y respuestas. En madrugadas que
goteaban nuestra sangre. Cuando leíamos de la mano de Alejandra y nos
paseábamos con ella por las esquinas de nuestra angustia. Cuando decíamos a
tres voces:”para que las palabras no
basten es preciso alguna muerte en el corazón”.
Hoy te recuerdo, aunque hace tiempo nos hemos olvidado.
Después de mil inviernos, ya deberíamos tener las manos con escarcha. En vano
seguirán nuestros ojos buscándose entre las tumbas de Dios.
de "niña subterranea"
Excelente poema, con toda la luz y la sombra del alma humana. María Amelia
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