Como si no supiera
ella me pide antecedentes, la historia de mis antepasados,
las impresiones digitales.
Me pide, para reforzar el curriculum, que a partir de este
encuentro
vivamos sin ley de gravedad, en la estela que dejaron las
nubes.
Entonces yo abro y digo:
Señor maduro, acunado en un cepo liberal
y frito en óleos bautismales; duro, burlón, ligero,
soy de los tipos que lloran en el cine.
Ella me pide que la invite a cenar a la luz de las velas,
que vuelva victorioso de Itaca.
Entonces yo abro y digo:
Así como aprendí a pisar campos minados remonto fácilmente
un globo, una aurora boreal, un ave fénix.
Se cuela entre los dos la medianoche, con los labios
abiertos.
Ella me pide, para ponerme a prueba, que le alcance la luna,
allá, detrás de su escritorio.
Para ella la luna y las estrellas son lo más poderoso que
conoce.
Entonces yo abro y digo:
Si todas las estrellas aparecieran juntas no habría noche en
la Tierra
pero a ella se le antojó la luna.
Firmo, con la letra del lunes, una solicitud, una esperanza
y brindamos con vasitos de soda.
Ella me pide que le escriba cartas de amor, mañana,
sin importarle a qué temperatura se queman esas cartas.
Me pide que no dude,
que me prepare,
me pide una conformidad, un aforismo, en fin, una
pedantería;
que use mi voz más
seductora.
Entonces yo abro y digo:
“Todos los hombres mueren jóvenes”
y en el punto de fuga de esa frase se divisa una hoguera.
Solos en un planeta que amanece
ella me pide que la mire a los ojos y me dice:
“Te reservé, hace tiempo, la oficina que acaban de pintar”.
Cuando sonríe noto sus dientes desparejos.
Con sus manos huesudas me pide que la siga.